Mauro supo de dos cosas que no iban a cambiar en su vida: el gusto por las mujeres, y que no podría cumplirles; aunque el gusto fuera muy particular y ese incumplimiento un capricho involuntario. La última que vino a vivir con él se llamaba Laura. Lo dejó porque ya no aguantó tanta espera: desde la tarde hasta quién sabe qué otro día, cuando se ausentaba, para ir a visitar a una tal Susana, muy mentada entre los obreros por desnudarse en su propia casa a veinte pesos la entrada. (También se decía que por 500 uno podía hacer lo que fuera.)
Mauro era un hombre común, quizá por ello pasaban desapercibidos todos sus desencantos. Sólo hasta que se le trataba salían los matices de su carácter, que él jamás disimulaba. “Soy un hombre sincero”, solía fanfarronear cuando hablaba.
Laura se cansó en tratar de exprimirle caricias como jugo a un limón seco. La venció el sinsentido de sus afectos y el poco eco que a sus caricias hacía Mauro. La frescura con la que llegó a esa casa gris se le fue marchitando. Terminó como terminan las lechugas y el cilantro abandonados en el refrigerador: oxidada y falsamente arrugada. A los pocos meses de su llegada se dio cuenta de que ahí no cabía el futuro, de que no se pensaba en futuro y que el presente irremediablemente eran marchas olvidadas al pasado.
Hacer el amor no era el problema, sino la manera de darse. Ella se entregaba plena y él lleno, harto, siempre con olores ajenos. Con una tranquila y orgullosa erección que esperaba, mientras Laura (o cualquier otra) se meneaba hasta que el sudor exigido le escurriera por las mejillas e iba a caer sobre su pecho. Sólo entonces Mauro parecía interesarse, apenas así lograban conmoverlo. Porque si había una forma de disfrute para Mauro era verlas arriba, sudando desesperadas y contemplar sus caderas resorteando hasta que él lograba ver que unas gotas de sudor cayeran hasta su pecho. Nunca se preocupaba por saber si estas gotas eran lágrimas o sudor. De cualquier manera él consideraba terminado el «asunto». Laura no siempre logró determinar si Mauro gozaba. Él entraba y salía silencioso. Un silencio que le contagió y poco a poco fue acallando sus gemidos.
Laura acotó los momentos felices, se tatuó con recuerdos que se llevaría lejos. También anotaba en una libreta (de las que nunca llevó a la escuela) sus pensamientos amables de cuando un día Mauro le regaló flores y otro dulces. Escribiendo páginas y páginas con variaciones sobre esos dos temas: flores y dulces.
Cuando se marchó llevaba pocas cosas. Todos los muebles ya estaban a su llegada. Se fue con menos ropa de la que ingresó. Una ligera mochila de campaña constituyó su equipaje, como si siempre hubiera sabido que estaría de paso. La piel cargaba algunos recuerdos agradables; las posibilidades de lo que hubiera podido ser era lo que más hondo calaba. En la libreta llevaba su propio negocio: «Flores y Dulces Laura».
El tocador representaba para Mauro un periscopio. Terminó de tirar lo que había quedado y al día siguiente se presentó en la casa con Susana y ésta con las entradas de a veinte. Comenzó por abrir a los que se enteraron de su nuevo domicilio y tocaban a su puerta. Eran hombres que venían a verla, el júbilo pendenciero de esta gente les hacia extender despreocupadamente un billete a quien abriera. Mauro franqueaba la entrada, sedentario y silencioso los tomaba, luego se iba a un rincón y se sentaba a mirar el baile de Susana.
Después puso al menso de la colonia de portero, que terminó de cobrador cuando Mauro comenzó con sus ausencias. Al volver observaba con indiferencia a quien había ocupado su lugar en la cama. Desdeñaba el patetismo de los movimientos apresurados y las frases entrecortadas con las que los visitantes anónimos intentaban disculparse por estar con su señora. Él limitaba su convivencia con las mujeres a su manera silenciosa.
Susana se lo reprochó con el tiempo. «¡Qué no sientes nada?» entrepreguntaba histérica. A lo que Mauro respondía con una mirada de indiferencia y fastidio. Pero la bailarina no era como las mujeres que esperan su turno. Ella lo echaba a la cama siempre que tenía ganas y sin saberlo, no le consumaba el capricho de verla sudar, porque ella era de tierra cálida, de la costa húmeda y ardiente; por eso, el frío de la región no le hacía, siempre lo dijo así, «además yo retengo los líquidos», explicaba. Casi se ufanaba para ofender sin saberlo. El que sudaba era Mauro cada vez que se le montaba, porque sabía que esa hembra no se bajaría hasta que su carácter se tornara flácido, hasta que su tranquila y orgullosa erección cesara y a él se le escurriera el sudor desde adentro. Incluso llegó a lanzarle las pantaletas al pecho y gritar: «¡ahí tienes cabrón, acábatelas!», y se salía de la habitación contoneando su desnudez y riéndose.
Antes de marcharse Susana, de las pocas veces en que Mauro habló, le preguntó: «¿Por qué te acuestas con ellos?». Susana tardó un momento en contestar, se dio tiempo para decirle unas cosas con la mirada y luego respondió: «Porque ellos si sienten».
Aquella respuesta trascendió a la despedida y Mauro por primera vez en su vida hizo acopio de una mala memoria para recordar a Laura, a María, a Martha, a Flora, Lupita, Gloria, Yolanda, Carmen, Flor, Rosa, otra Lupita... a Susana no.
Llegó esa respuesta y ocupó todos los nombres que uno a uno se fueron diluyendo en su mala memoria. Porque la respuesta se convirtió en un cumplido que él nunca podría satisfacer.
© Emanuel Alvarado, COPYRIGHT 2007